El Retrato del Carnicero
por Gustavo Valitutti
El caricaturista llegó a la prisión militar, tal como se había acordado, a las seis de la mañana. Su visita figuraba como una de las prioridades en la orden del día.
“Tercer piso, lo acompañarán,” le espetó el guardia de la entrada mientras otro le señalaba la escalera de mármol blanco hacia el área de las celdas.
Amsel siguió al soldado en silencio, con la vista baja y los hombros cargados. Su mente estaba en blanco, pero sus puños estaban apretados como dos rocas.
Caminó por largos pasillos grises antes de quedar ante una sólida puerta de hierro que abrieron para dejarlo pasar.
Detrás de una pesada mesa de madera se hallaba un hombre corpulento, de espaldas anchas y hombros arrogantes. Sonrió con una boca ridículamente pequeña, su rostro mostraba un gesto temible.
“¿Es usted Amsel?” preguntó el preso pasándose la lengua por los labios “me han hablado muy bien de usted y claro, me he tomado el trabajo de ver su obra cuidadosamente, pero ¿he dicho el trabajo?, me disculpo; ha sido un placer.”
“A mi también me han hablado de usted,” respondió Amsel, ya entrado en años, pero de porte jovial. “Así que podría decirse que conozco a la perfección su obra,” dijo trazando comillas en el aire, “aunque no puedo decir que sea un placer, ni mucho menos. Si algo de justicia ha sobrevivido a esta guerra,” agregó mientras sentía el corazón latiéndole en la garganta, “usted debería ser fusilado muy pronto.”
Amsel se sacó el sobretodo oscuro que llevaba y lo colgó en un perchero de pie que estaba cercano a la puerta.
“No ponga usted sus esperanzas en eso,” dijo el preso esbozando su temible sonrisa. ”Todavía no se ha celebrado el juicio.”
El carnicero, como le habían apodado, extendió sus gruesos brazos sobre su cabeza y simuló desperezarse sin perder de vista al caricaturista que lo miraba con una expresión tensa.
“El juicio,” dijo Amsel con incredulidad. “¿Y en qué cree que eso pueda cambiar las cosas?” preguntó sacando el bloque de hojas de su portafolio y notando la avidez del asesino.
“Por Dios, eso lo cambia todo. Yo sólo cumplía ordenes,” respondió el carnicero, sin sacar la vista de las manos del dibujante. “Pensé que los alemanes traerían orden a Europa, sí, pero ¿es que eso me hace culpable de algo?”
“Bueno, eso es exactamente lo que dicen todos y cada uno de los habitantes de la ciudad.”, afirmó Amsel.
“Están resentidos” respondió el criminal sin dejarlo terminar “no quieren admitir que los protegí lo mejor que pude” dijo con un dejo de tristeza. “Alguien tenía que negociar con los nazis, ellos lo querían todo, yo les di...”
“Lo que necesitaban,” respondió Amsel, levantando la voz y trazando la primera línea de la ilustración.
El Carnicero se acomodó torpemente en la silla tratando de que no fuera obvio lo que lo hizo francamente obvio. Irguió la cabeza tratando de espiar el dibujo, su retrato.
“Me han dicho que ha retratado usted cientos de convictos y asesinos, muchos de ellos condenados a muerte. Vi el retrato que hizo de ese asesino en Ostrava hace, creo unos diez años.”
“Once, para ser exactos,” le corrigió Amsel, que ya estaba inmerso de lleno en su trabajo.
“Sí, recuerdo el rostro puntiagudo abriéndose paso entre las sombras, el crucifijo detrás porque lo habían echado de un seminario muchos años atrás, pero no recuerdo por qué.”
“Había matado a un gato, lo había destripado sin ninguna razón; sus orejas habían desaparecido.”
“Las había devorado.”
“Sí, eso dijo.”
“¿Y como será mi retrato? también se abrirá paso mi rostro de entre la sombras o quizás estaré caminando por entre las calles nevadas de Praga con mi uniforme en una de mis famosas rondas.”
Amsel guardó silencio y lo observó detenidamente, dio unos trazos al dibujo y volvió a mirarlo.
“Vamos, ¿qué se le ha ocurrido?, podría darle mi opinión. Podemos hacer esto entre los dos. No es que quiera darle una opinión profesional claro, pero quién podría culparlo por recibir un poco de ayuda. Soy un personaje muy complejo.”
Un largo silencio separó a los dos hombres.
“¿Sabe quién dibujaba los chistes políticos?” preguntó Amsel, sin levantar la vista. ”Las caricaturas de los políticos y todo eso.”
“Los chistes políticos,” repitió el otro animado por haber reestablecido la charla. “¿se refiere a las caricaturas insultantes que imprimían en su periódico antes de la guerra? No me mal entienda, estoy se acuerdo con cualquier tipo de disentimiento político, incluso el comunista que era el caso, pero creo que debería haber sido hecho con respeto. Sí, si alguna lección sacamos, deberíamos sacar de esta guerra, es precisamente esa, ¿no es verdad?, es el respeto.”
“¿Sabe que le pasó al dibujante?” insistió, trazando líneas en el papel.
“No” respondió el carnicero secamente.
La mano del dibujante se movió rápidamente y se aprestó a dar los trazos finales de su dibujo.
“¿Qué importancia puede tener lo que le sucedió a una persona en particular? Además, me atrevo a decir que es fácilmente reemplazable, no como usted,” dijo el carnicero pensando que su cumplido sería valorado.
“Quizás, quizás, mucha gente no notaría la diferencia,” dijo Amsel.
“Yo no soy una de esas personas. Su trabajo es diferente, superior si me permite. Pienso que es usted un artista y su compañero, en cambio, era un simple ilustrador. ¿Ha muerto?”
El dibujante dio un último trazo y retrocedió dos pasos sonriendo.
“Es justamente la expresión que quería lograr,” anunció casi con alegría y notó que el carnicero también se animaba.
“Ya déjeme ver, de todas maneras lo veré en el periódico de mañana, ¿no es cierto?”
“Cierto.”
“¿Entonces?”
“No murió,” dijo Amsel. “¿Todavía no lo entiende no es verdad?
“¿Quién? ¿A qué se refiere?” preguntó el carnicero tomándose de los barrotes de hierro negro y presintiendo que algo no estaba en su lugar.
“El caricaturista no murió,” Amsel levanto la vista del dibujo y clavo su mirada en el asesino. “El caricaturista soy yo. Lamentablemente sí murió nuestro retratista de la sección policial. El hombre que usted hubiera querido para inmortalizarlo. El sí que nos ayudaba a vender periódicos; pero no se preocupe, aunque dudo que pueda llenar los zapatos de mi colega, creo que puedo hacerle justicia a usted.
“Está mintiendo, yo sé que está mintiendo,” dijo el carnicero con su rostro enrojeciéndose y los ojos húmedos mientras sus manos se retorcían sobre los barrotes como si quisiera arrancarlos.
“No mi amigo, no le estoy mintiendo, pero no se asuste. Creo que he logrado capturar su expresión perfectamente.” Se alejo un poco del dibujo y miro al preso socarronamente. “Sí, su cara de niño llorón, sus ojos sin brillo y las cejas tupidas que me hacen recordar a ese pobre chimpancé que vi en el zoológico unos años antes de la guerra.
“¡Le advierto!” gritó el carnicero con un rugido, pero no siguió.
“Sí, lo escucho,” repitió el dibujante. “Sabe, tengo una enorme memoria y he visto demasiadas fotos suyas durante todos estos años. Así que acepte mi regalo,” dijo extendiéndole el papel.
El carnicero se lo arrebató y lo observó furioso. “¡Usted no se atreverá a publicar esto!”
“¿Qué? ¿no le gusta?”
“¡Voy a matarlo!”
“En sus sueños quizás, pero por la mañana, no olvide ver el periódico.”
Copyright © 2007 by Gustavo Valitutti